La interacción de la comunidad científica con la sociedad tiene muchas dimensiones. La generación de conocimiento, el desarrollo y aplicación de tecnología, y la educación son algunas de las más visibles. Otras relacionadas con los principios y valores alrededor del método científico son menos conocidas, aunque contribuyen de forma importante a la convivencia social.

La ciencia, como actividad humana, implica una conducta ética entre sus integrantes; una ética que se asume a la vez que se exige desde la sociedad en general. Una ética definida en términos de Rivero Weber y Pérez Tamayo como “la reflexión o la acción que se lleva a cabo pensando por cuenta propia, razonando y cuidando de nunca dañar a nadie” (Nexos, 2006, 23–27).

Aún hay mucho que aprender de la ética desde una mera aproximación etimológica hasta los enrevesados laberintos mentales de nuestra personalidad. Dada nuestra pertenencia a la comunidad científica, es de interés entrelazar los conceptos con la práctica. No es tarea fácil. El enfoque profundo con que desarrollamos nuestros proyectos de investigación nos aleja continuamente de otros temas que no solo aumentarían nuestro acervo ético, sino también la cultura científica que poseemos.

El pragmatismo de nuestra labor investigadora trastabilla ante términos como “plagio”, “fraude y fabricación”, “acoso”, “conflicto de interés”, “retractación”. En ocasiones escuchamos por primera vez de ética al presentar un protocolo ante un comité de bioética o al leer los códigos de ética institucional. Nos mostramos inflexibles, reafirmamos nuestra experiencia y carácter para hacer investigación, pero reflexionamos poco sobre la idoneidad del entrenamiento que recibimos o hemos recibido en cuanto a ética e integridad académica. Y ello no atañe exclusivamente al alumnado con diferentes grados de avance en cuanto a la formación investigadora, sino a científicas y científicos establecidos. No es solo investigar con ética, se trata de vivir con ética. En ello, la dirección del primer paso no es evidente. Quizá convenga identificar el patrimonio ético propio y contrastarlo con los principios de la ciencia (comunalismo, universalismo, desinterés y escepticismo organizado) y valores involucrados en la investigación científica (p.ej. honestidad, prudencia, franqueza, libertad). Podremos continuar hacia su fortalecimiento mediante cursos especializados, seminarios, textos académicos, redes sociales, blogs, redes sociales. Así, contrastaremos las ideas con los hechos, honrando la máxima del pensamiento científico enunciada por Jacob Bronowski.

La ética allana la senda de la integridad académica, acercándonos a una conducta responsable en la enseñanza, la práctica y la comunicación de la ciencia, en los espacios institucionales, pero también en los públicos; consolida nuestra libertad, respeta la dignidad humana, procura el bienestar ambiental y protege las generaciones futuras. Nos aleja también de los dogmas, donde los haya, al fundamentar nuestras actitudes y conductas en la razón y los hechos.

Detalles del autor

  • Nombre(s): Francisco Castelán